El Mercosur y la soledad estratégica de Uruguay
“El Mercosur es como un matrimonio largo: ya no hay pasión, pero separarse sale muy caro”.Montevideo no tiene el tamaño de una capital que imponga poder, pero sí la constancia de una diplomacia que resiste. Desde hace años, Uruguay insiste en abrir ventanas en un edificio regional que se quedó sin aire. Lo hace con la cortesía de los pequeños, pero con la firmeza de quien no está dispuesto a hundirse con el barco.
Treinta y cuatro años después de su fundación, el Mercosur ya no es la promesa de integración que soñaron sus arquitectos en 1991. El bloque que unió a Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay bajo la bandera del libre comercio y la cooperación política atraviesa una crisis silenciosa: no se desintegra, pero tampoco avanza. Funciona, como describen algunos diplomáticos, “por inercia y protocolo”.
En su momento, el Mercosur simbolizó un nuevo comienzo. Las dictaduras quedaban atrás y América del Sur buscaba construir su propio mercado común, con autonomía y voz propia frente a las potencias. Hoy, esa idea suena lejana. Las economías se han desincronizado, las prioridades políticas se contraponen y las diferencias internas pesan más que los consensos.
Uruguay, el socio menor, lo percibió antes que nadie. Su tamaño le dio flexibilidad, pero también vulnerabilidad. Con una economía abierta y dependiente del comercio exterior, el país apostó al Mercosur como plataforma hacia el mundo. Sin embargo, lo que prometía ser una autopista se transformó en un laberinto de normas y vetos.
“El Mercosur fue pensado para un tiempo que ya no existe”, admite un ex canciller uruguayo. “Era un bloque defensivo frente al mundo globalizado. Pero el mundo cambió, y nosotros seguimos discutiendo aranceles como si fuera 1995”.
La insistencia de Uruguay en firmar acuerdos bilaterales —como el intento de avanzar con China o con el bloque del Pacífico— expuso la rigidez del sistema. El Tratado de Asunción establece que las negociaciones comerciales deben ser conjuntas, pero la falta de consenso ha paralizado al bloque durante años. Para Montevideo, la alternativa es simple: o se flexibiliza el Mercosur, o el país queda atrapado en su inmovilidad.
El presidente uruguayo lo ha dicho en cada cumbre regional: el Mercosur necesita “abrirse al mundo sin miedo”. Brasil, bajo el liderazgo de Lula da Silva, mantiene una visión más política del bloque; Argentina, sumida en su crisis interna, se muestra oscilante; y Paraguay, aunque pragmático, suele alinearse con Brasil. Así, Uruguay se encuentra en la posición incómoda de quien levanta la voz en una sala donde nadie quiere discutir.
La paradoja es que el Mercosur aún concentra más del 25 % del comercio exterior uruguayo. Romper los equilibrios internos tendría costos diplomáticos y económicos significativos. Por eso, Montevideo ensaya una estrategia doble: mantener la pertenencia institucional mientras busca márgenes de autonomía.
En ese contexto, el acuerdo Mercosur-Unión Europea, anunciado con fanfarria en 2019 pero aún sin ratificar, se ha convertido en símbolo del estancamiento. Las diferencias sobre estándares ambientales, compras públicas y protección industrial frenaron su implementación. “El Mercosur se volvió una promesa que se renueva cada año sin cumplir nunca”, dice un diplomático europeo.
Pero la discusión va más allá del comercio. En un mundo atravesado por la competencia tecnológica, las tensiones energéticas y el cambio climático, América del Sur necesita repensar su integración. El bloque sigue anclado en exportaciones de commodities mientras las grandes economías avanzan hacia la digitalización y la transición verde.
Uruguay intenta adaptarse. Busca atraer inversión extranjera, promover energías renovables y posicionarse como país de servicios y tecnología. Sin embargo, su escala limita su peso negociador. De ahí su insistencia en abrir puertas bilaterales: no como gesto de rebeldía, sino como cuestión de supervivencia económica.
En los pasillos del Palacio Santos, sede de la Cancillería uruguaya, algunos diplomáticos resumen la situación con ironía: “El Mercosur es como un matrimonio largo: ya no hay pasión, pero separarse sale muy caro”.
Aun así, el bloque conserva una utilidad política. En tiempos de fragmentación continental y tensiones globales, el Mercosur ofrece un marco de previsibilidad, aunque mínima. Las crisis regionales —desde Venezuela hasta Bolivia— muestran que, pese a su lentitud, el bloque sigue siendo un espacio de diálogo.
El problema, dicen los analistas, es que el Mercosur envejeció sin reinventarse. Su estructura institucional responde a un mundo analógico en plena era digital. Las cumbres anuales producen comunicados cada vez más largos y menos relevantes. “El Mercosur se quedó sin relato”, apunta la politóloga argentina Lucía Gutiérrez. “No sabe si quiere ser una unión aduanera, un bloque político o una simple zona de acuerdos parciales”.
Uruguay insiste en darle un nuevo sentido. Lo hace con diplomacia, pero también con impaciencia. Reclama un Mercosur que le permita competir, no que lo ate. En esa tensión entre pertenencia y autonomía se juega buena parte del futuro económico del país.
Los proyectos políticos no colapsan: se marchitan lentamente, atrapados entre la nostalgia y el pragmatismo. El Mercosur es un ejemplo perfecto. Un bloque que nació con épica y hoy sobrevive en el tono burocrático de los comunicados. En medio de esa deriva, Uruguay busca algo tan simple como difícil: que integrarse no significa resignarse.
Grupo R Multimedio - Montevideo - URUGUAY - 06 Noviembre 2025
